Adviento: tiempo de espera por la venida del Mesías

Cada año, el primer domingo de Adviento, la Iglesia anuncia el comienzo de un nuevo año. Los años nuevos suelen ser motivo de resoluciones, de nuevos comienzos o incluso de renovaciones. ¡El año eclesiástico no es diferente! Si el Señor ha preparado a Israel para la venida del Mesías en el transcurso de 4.000 años, de la misma manera prepara a la Iglesia para Su venida durante el tiempo de Adviento. Adviento o Adventus significa “venida” y durante cuatro semanas celebramos una mini Cuaresma como un tiempo de preparación para la venida del Señor. La liturgia de Adviento tiene un tono sobrio, recordado por las túnicas purpúreas del sacerdote; los cánticos expresan el anhelo del Mesías, que dará paso, en la noche de Navidad, al canto de los ángeles que anuncian el nacimiento del Señor.

 

Este tiempo es fundamental para nuestra vida espiritual porque Dios hecho hombre viene a darnos múltiples gracias, pero cada uno de nosotros las recibirá en base a la disposición de nuestro corazón.

Pedro de Blois, en su tercer sermón de Adventu escribe: “Las venidas de Nuestro Señor son tres; la primera en la carne; la segunda en el alma y la tercera en el juicio”. La Iglesia siempre presenta a los cristianos a la Santísima Virgen como modelo de espera de la venida del Mesías, ya que ella se ha preparado perfectamente tanto para la primera como para la segunda venida de su Hijo.
El ejemplo de Nuestra Señora nos enseña cuatro actitudes esenciales para prepararnos para la venida de Jesús.

Meditar en la Palabra de Dios
Uno de los detalles revelados por san Lucas, en el momento de la Anunciación, es el hecho de que María “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19). En otras palabras, ella estaba meditando en la Palabra de Dios. Meditar en las lecturas diarias de la Misa durante el Adviento revelará cómo Dios preparó a su pueblo para la venida de su Hijo y como cumplió las promesas del Antiguo Testamento. Al meditar todo esto, también nosotros en Navidad podremos decir con los primeros Apóstoles: “Hemos encontrado a Aquel que predijeron los Profetas” (Jn 1, 45).

Oración
Precisamente en el hecho de que la Virgen meditaba la Palabra en su corazón, encontramos otro detalle de igual importancia: la oración de María. En la Biblia, cuando se habla del corazón se refiere al centro de la persona, al lugar donde se dialoga con Dios o, en otras palabras, al lugar de la oración profunda (cf. CIC 2563). Nuestra Señora supo discernir y seguir la voluntad de Dios porque fue totalmente dócil y habló al Señor en la intimidad de su corazón, dejándolo guiar su camino. De hecho, se nos dice que, después de la Anunciación, “el ángel se apartó de ella” (Lc 1,38). La Virgen no contó con la presencia constante del ángel con ella para ayudarla a prepararse para el nacimiento de su Hijo y ni siquiera para afrontar

las dificultades que le supondría su embarazo, pero se dejó guiar por la confianza en Dios. El ejemplo de la Virgen muestra, en efecto, que, encomendándose a la Palabra de Dios y a la oración, ella pudo afrontar las dificultades que se preparaban para la venida del Hijo.

La Virgen de la Revelación, apareciendo en las Tres Fuentes el 12 de abril de 1947, es precisamente un icono de la importancia de la meditación orante de las Sagradas Escrituras, porque apareció apretando la Biblia al corazón y enseñándonos a hacer lo mismo.

Santidad
La Virgen es modelo de santidad. En los textos litúrgicos de la Solemnidad de la Inmaculada se nos recuerda que, “con la Inmaculada Concepción de la Virgen María, [Dios] preparó una digna morada para su Hijo”. La Virgen era perfecta, sin mancha de pecado y por lo tanto capaz de recibir el don de Cristo su Hijo. A diferencia de la Virgen, no podemos todavía ofrecer a Dios nuestra perfección, sino sólo nuestro camino hacia ella, mientras tratamos de imitar el ejemplo de la Virgen. Hagamos entonces este camino hacia la santidad, quitando todas las cosas que en nuestra vida nos separan de Dios y acogiendo las inspiraciones del Espíritu Santo que sentimos en nuestros corazones. El Adviento es un tiempo bendito para acercarse al Sacramento de la Reconciliación, ya que Jesús vino a “salvar a su pueblo de sus pecados” (Lc 1, 21). En efecto, pidiendo humildemente perdón, damos gloria a Dios, cuyo atributo más grande es su Divina Misericordia. Un corazón humillado que ama a Dios es como el establo de Belén: una digna morada donde el Niño Jesús puede descansar.

Ayuda del prójimo
La última lección que la Virgen nos da es la manera en que ha ido “deprisa” (Lc 1,39) a ayudar a su prima Isabel. La Virgen ha traído dos gracias a su prima. En primer lugar, le ha traído el Señor, hasta el punto de que Isabel la reconoce inmediatamente como “la Madre de mi Señor” (Lc 1, 43). En segundo lugar, le dio la ayuda que necesitaba para prepararse para el nacimiento de su hijo. Los cristianos, inspirados por el Evangelio, pueden llevar a Cristo al mundo ayudando a los demás de modo generoso y, al hacerlo, ayudan al prójimo a sentir en su vida el amor de Dios hecho hombre por nuestra salvación. Durante el Adviento, por tanto, también nosotros estamos invitados a “ir deprisa” a ayudar a quienes están en la necesidad material y espiritual.

Pidamos a la Virgen santísima que nos ayude a hacer los “propósitos para el nuevo año” para preparar nuestras almas a acoger a Cristo.

¡Que la Virgen de la Revelación sea un icono que nos inspira cada vez más a amar al “Verbo hecho carne” (Jn 1,14) y a aprender a recurrir a la “fuente pura del Evangelio” para seguir cada vez más intensamente al Señor que viene!