Los rayos que donan la vida

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A poca distancia del lugar donde fue sepultado el Apóstol Pedro, encontramos, al interior de la Necrópolis Vaticana, el Mausoleo de los lulios correspondiente a los primeros decenios del siglo III. El Mausoleo fue construido por Julia Palatina y Máximo para su hijo, Lulius Tarpeianus, muerto a los dos años. La vuelta era decorada por un espléndido mosaico de verdes ramas de vid sobre un fondo de oro, hoy queda apenas la mitad. La parte íntegra del mosaico está bien conservada, deja ver las ramas que se entrelazan en un caprichoso juego de hojas, símbolo de la abundancia y plenitud de vida. El fondo entretejido con amarillo oro evocan la dimensión de la vida sin fin, donde la luz introduce a la visión de lo divino. Las ramas hacen de marco a la figura de Cristo, representado como el Dios Apolo, que sube al cielo sobre una cuadriga de caballos blancos, mientras rige con la mano izquierda el globo. La cabeza está contorneada por una majestuosa aureola con siete rayos resplandecientes, algunos tejidos de la vestimenta del Cristo – Sol y de la aureola están recubiertos por sutiles hojas de oro que hacen la luminosidad aún más intensa.
La muerte y el sufrimiento no tenían sentido para el mundo pagano, de frente a tal realidad imperaba el miedo y la angustia. El testimonio de los dos cónyuges cristianos frente a la muerte de su hijito es clara: el pequeño Lulius entró en la vida luminosa del Resucitado, porque Jesús “ha llegado al mundo como luz, porque aquel que crees en Él no permanezca en las tinieblas” (Jn 12, 46).

¿Cómo se transformaba la vida de un pagano que había encontrado la luz de la fe e iniciaba el camino para volverse cristiano?
La respuesta la encontramos en la Encíclica “Lumen Fidei”, escrita por el Papa Benedicto XVI y después detallada y entregada al Pueblo de Dios por el Papa Francisco el 29 de junio de 2013 como regalo con motivo del Año de la Fe: “En el mundo pagano, saturado de luz, se había desarrollado el culto al dios Sol, Sol invicto, invocado al amanecer. A pesar de que el sol renacía cada día, se sabía bien que era incapaz de irradiar su luz sobre la existencia entera del hombre. El sol, de hecho, no ilumina todo, su rayo es incapaz de llegar hasta las sombras de la muerte, allá, donde el ojo humano se cierra a su luz. […] Conscientes del gran horizonte que la fe les abría a ellos, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero sol « cuyos rayos donan la vida » (Lumen Fidei n. 1).

¿Puede esta luz iluminar también a nosotros los hombres del tercer milenio?
La ciencia, el progreso y la técnica han provisto al hombre de otras luces más o menos brillantes y a veces se piensa que la luz de la fe no sirve para este nuestro tiempo, pero también el hombre de hoy todavía llora frente a la injusticia y a la muerte. El corazón del hombre del tercer milenio podrá tal vez subestimar las palabras que Jesús dice a Martha, que llora por la muerte de su hermano Lázaro: « ¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios? » (Jn 11,40). La fe se expresa con el verbo “ver”: quien cree, ve; ve con una luz que ilumina todo el recorrido de la calle, porque viene a nosotros por Cristo Resucitado, estrella de la mañana que no se apaga (Lumen Fidei n. 1).
Sea la lectura de la Lumen Fideo la ocasión para ver con María, la Madre de Dios, los rayos de la Luz de la fe y como Ella gozar la dicha de todos aquellos que han creido en la Palabra de Dios (Cf. Lc 1, 45).