¿Por qué rezar por los muertos?

En este año 2020, debido a la pandemia que vivimos, llegamos a reflexionar más a menudo sobre la muerte y la fragilidad de la vida humana. Por supuesto, pensar en el final de la vida de alguna manera incomoda a todos los hombres, porque estamos acostumbrados a medir todo a lo largo del tiempo y no sabemos cómo afrontar bien la transición de la vida a la muerte. Pensar en una realidad fuera del tiempo y caracterizada por el misterio puede generar cierta perturbación. Pero ¿qué es la muerte y por qué rezar por los que han muerto?

El 2 de noviembre, como cada año,

la Iglesia celebra el paso de la vida terrena a la vida eterna. Es cierto que podemos decir que es un trauma, porque cuando Dios en su perfecta sabiduría creó nuestro cuerpo y nuestra alma, los creó para estar siempre unidos. Sin embargo, incluso en la muerte podemos ver una gracia del Señor. Sabemos que a causa del pecado nuestro cuerpo está condenado a la corrupción, a la descomposición y a volver al polvo, como dice la Escritura: “hasta que vuelvas a la tierra, de donde fuiste sacado. ¡Porque eres polvo y al polvo volverás!” (Gn 3, 19).
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La Iglesia, de hecho, desde el principio ha hablado de la muerte como de un descanso, un dulce sueño, tanto que la palabra "cementerio" nació con el cristianismo y significa "dormitorio", es decir, un lugar donde se descansa mientras se espera la Resurrección. Así, la dolorosa separación que vivimos hoy cuando muere alguien a quien amamos, o el sentimiento de preocupación que surge cuando pensamos en nuestra propia muerte, disminuye ante la indecible imagen de lo que el Señor nos ha preparado: eternidad, felicidad eterna junto con Él y todos los ángeles y santos.

Pero si Jesús ya nos ha garantizado la vida eterna con su muerte redentora, ¿por qué todavía tenemos que orar por los que ya han muerto? La Iglesia nos enseña que, a través de los Sacramentos, tenemos una vida de unión con Dios, una anticipación de esa unión profunda y perfecta que tendrá lugar en el Cielo. Sin embargo, somos impuros a causa del pecado y, aunque hayamos vuelto a la unión con Dios mediante el Sacramento de la Confesión, necesitamos purificación. Para que esta purificación sea posible, mientras estemos en esta vida, podemos beneficiarnos de las indulgencias como la Iglesia nos enseña:

“La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados ya borrados en cuanto a la culpa, que el fiel cristiano, debidamente dispuesto y cumpliendo unas ciertas y determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos” (Manual de Indulgencias, n.1).

En su gran maternidad, la Iglesia reparte dones divinos de muchas formas, cuando, con las disposiciones adecuadas, por ejemplo, nos esforzamos en rezar oraciones, hacer peregrinaciones y sobre todo ejercitamos la caridad, la mayor de las virtudes.

Nuestros hermanos fallecidos pueden haber muerto sin haber tenido la oportunidad de purificarse. La Iglesia nos enseña que en este caso las almas van al Purgatorio, lugar de expiación, donde sufren sobre todo porque no tienen la visión y la unión perfecta con Dios: necesitan de nuestras oraciones y de nuestras obras de caridad para limpiarse. En particular la ofrenda del Santo Sacrificio de Jesús en la Santa Misa es la mayor obra de caridad que podemos hacer hacia ellos. Este ofrecimiento contribuye mucho al sufragio de nuestros hermanos que, una vez purificados, son liberados del Purgatorio y entran en la Gloria de los Bienaventurados.

En este mes de noviembre, de manera especial, rezamos con mucha confianza por nuestros hermanos fallecidos y ofrecemos al Señor, por medio de las manos de la Virgen María, todos nuestros pequeños sacrificios y oraciones por aquellos que ya no pueden ganarse el mérito por sí mismos. Recordemos también a las almas abandonadas que no tienen quien rece por ellas. Una vez que entren al Cielo, ¡ellos intercederán por nosotros y nos ayudarán a caminar hacia nuestra verdadera patria!

Dales Señor el descanso eterno.
Brille para ellos la luz perpetua.
Descansen en paz. Amén

Nuestra Señora del Sufragio, ruega por nosotros.