¡Aleluya, Jesucristo ha resucitado y estamos seguros de ello!

Después de haber vivido los cuarenta días de Cuaresma y los días llenos de gracia de la Semana Santa, hemos llegado al día más resplandeciente que pueda haber: el Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor. Quizás nuestra Cuaresma no fue como la habíamos planeado, quizás estos días estuvieron demasiado ocupados o incluso quizás las diversas dificultades de este último año nos impidieron vivir bien este período que es el corazón del año litúrgico.

En realidad, las dificultades que tenemos que afrontar son muchas veces las que nos impiden tener una mirada de fe y creer que más allá de lo que nos hace sufrir está la fuente de toda esperanza: la vida en abundancia, nuestro Señor Jesucristo. De hecho, cuando María Magdalena va al sepulcro a llorar la muerte de Jesús, no puede evitar sentir el dolor de la pérdida y el desánimo porque “se han llevado al Señor” (Juan 20, 2). Este dolor de la pérdida, sin embargo, es necesario para experimentar intensamente la alegría del reencuentro, y esto nos enseña que el sufrimiento, si se experimenta según la pedagogía divina, tiene significado y no es un fin en sí mismo. Por eso todo nuestro sufrimiento debe ser vivido a la luz de la Resurrección de Cristo, porque Jesús, venciendo la muerte, nos dio la vida eterna y la gracia de ser más que vencedores con Él (Rom 8,37).

Ésta es nuestra mayor certeza, nuestra fuerza para seguir adelante, superando cada día cada dificultad con la gracia y los méritos de aquel que por amor nos dio todo, incluida su propia vida. El cristiano no teme a nada porque está seguro de que todo mal ha sido superado. Venciendo la muerte, nuestro Redentor venció el pecado, que es la causa de todos los males, nos devolvió la vida que habíamos perdido por el pecado original. Podemos decir con San Juan Pablo II: “Aunque en la historia del hombre, de los individuos, de las familias, de la sociedad y finalmente de toda la humanidad, el mal se hubiera desarrollado desproporcionadamente, oscureciendo el horizonte del bien, ¡sin embargo no os vencerá! ¡La muerte nunca más te golpeará! ¡El Cristo resucitado ya no muere!” (Mensaje Urbi et Orbe, Pascua de 1982).

¿Quién puede enseñarnos a vivir mejor la esperanza de la Resurrección sino ella que creyó hasta el final? María, más que cualquier otra criatura, estuvo siempre unida a Jesús con una fe inquebrantable. Que la Virgen María, Madre de la esperanza y Madre de los vivos, nos muestre el camino a seguir, firmes en la fe y llenos de alegría pascual.

¡Nosotras, las Misioneras de la Divina Revelación, ¡les deseamos una santa y serena Pascua!
Dios nos bendiga
Y la Virgen nos proteja