El Espíritu Santo – el Dulce Huésped del alma

Pentecostés -Palomino Y Velasco, Acisclo Antonio ©Museo Nacional del Prado

La historia de Pentecostés presentada por los Hechos de los Apóstoles está llena de imágenes peculiares y significativas. El Espíritu Santo traspasa los confines del Cenáculo donde están reunidos los Apóstoles y, con el rugido del viento y bajo la apariencia de lenguas de fuego, desciende sobre cada uno de ellos. Los efectos de esta venida son inmediatos y la Iglesia se manifiesta como tal por primera vez. Es precisamente con la venida del Espíritu Santo que los Apóstoles superan su timidez y salen a predicar el Evangelio a todas las naciones como el Señor les había mandado. Para los judíos, la fiesta de Pentecostés conmemoraba la promulgación de la Ley en el Sinaí. Según San Juan Crisóstomo “los Apóstoles salieron no llevando tablas de piedra en sus manos como Moisés, sino llevando el Espíritu en sus mentes y dando el tesoro y la fuente de doctrina y gracias” (Matt Hom 2 Cor 3,3).

En Pentecostés vemos que la acción del Espíritu Santo marcó el cuerpo total de la Iglesia y también a cada miembro individualmente. Las lenguas de fuego que descienden sobre la cabeza de los Apóstoles son un símbolo de la acción del Espíritu Santo en sus vidas. De hecho, el camino y la acción de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad sobre los individuos no está fijo en el tiempo, sino que continúa hoy con el mismo poder que usó en aquel Pentecostés hace mucho tiempo. San Pablo nos recuerda que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo (cf. 1 Co 6,19) y es en el Bautismo cuando este “dulce huésped” entra en nuestras almas. Santa María Magdalena de’Pazzi dijo que moriríamos de amor si veíamos la belleza de nuestra alma con la presencia de Dios en ella. Por eso, como cristianos, debemos aprovechar esta relación íntima con Dios dentro de nosotros acercándonos cada vez más a Él en el amor y esforzándonos siempre por ser un templo adecuado para el Altísimo.

El Señor quiere que no solo estemos libres de pecado, sino que brillemos con las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad para que, como los Apóstoles, también nosotros podamos difundir el mensaje del Evangelio. Las Escrituras hablan claramente de la necesidad del Espíritu Santo “para guiarnos a toda la verdad” (Jn 16,17) y, por tanto, no podemos conocer la Voluntad de Dios para nosotros sin su ayuda (cf. Rm 11,34). Por lo tanto, el Señor nos asiste con los dones del conocimiento, del intelecto de la fe, de la sabiduría y del consejo para ayudar a nuestra inteligencia a ver las cosas como Dios las ve y con los dones de fortaleza, piedad y temor del Señor que fortalecen nuestra voluntad de seguir el camino de la santidad. Incluso cuando no sabemos qué pedirle a Dios, es el Espíritu quien, “intercede por nosotros con insistencia, con gemidos inefables” (Rm 8, 26) para ayudarnos en nuestras necesidades más profundas.

Pentecostés -Palomino Y Velasco, Acisclo Antonio ©Museo Nacional del Prado

El Espíritu Santo nos ayuda de muchas maneras. A veces, podemos sentir su acción como el fuego purificador de la fe que nos llama a abandonar un determinado camino o comportamiento contrario al Evangelio. En otras ocasiones, nos ayuda a través de esos amables pensamientos e inspiraciones que naturalmente recorren nuestro corazón todos los días. En todo nos anima a acercarnos a la fuente de luz, fuerza, consuelo y santidad que nunca cesa, para que la llama del Evangelio ilumine nuestra vida y se extienda también a los demás. Cuanto más correspondamos a los dones del Espíritu, más podremos traer los frutos del Espíritu a nuestra vida: amor, gozo, paz, paciencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio propio. Estos frutos hacen que lo difícil se vuelva soportable o incluso fácil para nosotros y que, en todas las situaciones, podamos llenarnos de alegría cristiana.

El cardenal Mercier dio este consejo sobre cómo cultivar nuestra relación con el Espíritu Santo y crecer en nuestro amor por él.

Oración del cardenal Mercier al Espíritu Santo
« Voy a revelaros un secreto de felicidad y santidad. Si cada día, durante cinco minutos, sabéis callar a vuestra imaginación, cerrar los ojos a las cosas sensibles y los oídos a las cosas de la tierra para entrar dentro de vosotros mismos, y allí, en el santuario de vuestra alma bautizada, que es el Templo de Espíritu Santo, hablad a ese divino Espíritu diciéndole:

“Oh, Espíritu Santo, alma de mi alma, ¡te adoro!
Ilumíname, guíame, fortaléceme, consuélame;
dime que debo hacer, dame tus órdenes;
te prometo someterme a todo lo que desees de mí
y aceptar todo lo que permitas que me suceda:
hazme tan sólo conocer tu voluntad”.

Si hacéis esto, vuestra vida se deslizará feliz, serena y llena de consuelo, aun en medio de las penas, porque la gracia será en proporción a la prueba, dándonos la fuerza de sobrellevarla y llegaréis así a la puerta del Paraíso cargados de méritos.

La Santísima Virgen estuvo presente en el Cenáculo con los Apóstoles mientras se preparaban para recibir el Espíritu Santo. Oramos para que ella misma interceda por nosotros para que recibamos abundantemente los dones del Espíritu Santo en esta solemnidad de Pentecostés y hagamos lugar en nuestros corazones para el Dulce Huésped del alma.