La Presentación de María en el Templo

El 21 de noviembre es el Día Pro Orantibus, dedicado a las comunidades de clausura. Este día fue instituido por el Papa Pío XII en 1953, en la memoria litúrgica de la Presentación en el Templo de María.

Para honrar este día tan especial, dirigimos nuestra atención a la Basílica de San Pedro, en la capilla de la Presentación de la Virgen y meditamos, dejándonos ayudar por el maravilloso retablo. Se trata de un imponente mosaico que representa la entrada de la Madre de Dios al Templo, obra de 1728 de Pietro Paolo Cristofari. El mosaico reemplaza la pintura de 1638 de Francesco Romanelli, conservada en la basílica de Santa María de los Ángeles y Mártires en Roma.

El episodio de la presentación de la niña María en el Templo está relatado por los Evangelios apócrifos, en particular por el Proto evangelio de Santiago. Esto dice que María, a la edad de tres años, fue llevada al Templo por sus padres Joaquín y Ana, para ser consagrada a Dios. La niña tuvo que subir quince escalones empinados para llegar al altar de los Holocaustos, donde la esperaba el Sumo Sacerdote. En el pórtico del templo estos 15 escalones correspondían a los salmos graduales que cantaba el pueblo de Israel cuando subía a ofrecer sacrificios al Señor.

La escena está ambientada en el pórtico de Jerusalén. La escalera que conduce al altar de los holocaustos se coloca frente a una majestuosa columna de mármol verde serpentino, en cuya base se sitúa la escena principal. En el majestuoso pórtico las nubes se vislumbran en el fondo de un cielo despejado, interrumpido por la muralla circundante, de donde emerge el follaje de árboles verdes. Se hace referencia al jardín cerrado, imagen que utiliza el Esposo en el Cantar de los Cantares para designar a su Esposa (cf. Ct 4, 12). Los Padres de la Iglesia leyeron en la imagen del jardín cerrado el privilegio mariano de la perpetua virginidad de María, sobre el que descansa el dogma de Su Inmaculada Concepción.

Desde lo alto de la imponente columna llegan densas y oscuras nubes, atravesadas por un rayo de luz del que emerge un grupo de ángeles. Así se representa la Gloria del Señor, que se instala en su santo templo. María va al Templo, pero pronto ella misma se convertirá en el verdadero Templo del Señor, como le dirá el Ángel en el día de la Anunciación: “El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra...” (Lc 1, 35). De las nubes emerge un Serafín de túnica luminosa, que vuelve la mirada y extiende las manos en señal de bendición sobre María. Los ángeles vuelan bailando alegremente, regocijados de ver a la niña, que con su Divina Maternidad pronto se convertiría en su Reina; un ángel, adornado con un paño azul, está a punto de caer, la alusión es al Niño celestial que habría descendido a la tierra a través de María.

En la base de la columna, una procesión acompaña al Sumo Sacerdote, quien viste las vestimentas de las solemnidades liturgias: lleva el pectoral con doce gemas, cada una grabada con el nombre de una de las tribus de Israel; en sus costados, dos asistentes llevan el candelabro con las velas encendidas. El Sumo Sacerdote inclina la cabeza en reverencia y le hace un gesto a la pequeña María para que entre. La Niña avanza rápida, para nada intimidada, mira fijamente y, con las manos cruzadas sobre su pecho, ya parece decirle “He aquí la Sierva del Señor” (Lc 1,38).

La Pequeña tiene el pelo claro recogido en la nuca, la sobreveste roja larga está atada a las piernas para no tropezar. El rojo recuerda el vestido de novia de las reinas en las antiguas cortes imperiales.

Santa Ana acompaña a su hija con la mirada y la presenta al sacerdote con el brazo extendido; detrás de ella, Joaquín observa a su pequeña con tanta ternura, una emoción íntima brilla en su rostro lleno de dulzura. Los dos esposos ancianos están tranquilos, conscientes de que están devolviendo a Dios lo que le pertenece. En los padres de María, la Divina Misericordia entrelazó la vida de la Inmaculada Madre de Dios, haciendo fecundo el vientre estéril de Santa Ana.

En la esquina de nuestra izquierda, una campesina de rodillas mira al observador, mientras saca las dos palomas de su canasta, la ofrenda de los pobres para el sacrificio del Templo. La misma ofrenda la trajeran María y José, cuando presentaran al Niño Jesús en el Templo.

Nosotros también ofrecemos nuestra oración por los religiosos de clausura de todo el mundo que sirven a la Iglesia y a la humanidad con el apostolado desbordado de sus corazones llenos de contemplación y oración. Estas almas nos enseñan que cuanto más cerca estamos de Dios, cuanto más cercano está uno a todos los hombres. Los encomendamos a la Santísima Virgen y con un corazón unánime rezamos todos por sus intenciones en la liturgia de hoy.