Tradiciones navideñas: el primer pesebre

La víspera de Navidad de 1223, en Greccio, un pequeño pueblo a unos 60 km al noreste de Roma nació la práctica de realizar el pesebre, gracias a la obra de San Francisco de Asís, que quiso recrear la Gruta de Belén en vivo, completa con un buey y un burro.

Se cree que el pobre de Asís, muy probablemente, cuando llegó a Roma, haya contemplado la cuna del Niño Jesús, que data del siglo VII d.C. tenía un lugar de honor en la Basílica de Santa María Maggiore, también conocida como 'Belén de Roma', por esta misma razón. San Francisco quiso crear la escena de modo que todos pudieran ver como Cristo, “nació en Belén, y todas las dificultades que tuvo que soportar”. Para tener éxito en esta empresa, Francisco pidió permiso al Papa del tiempo, Inocencio III, el cual con alegría aprobó el proyecto del ferviente franciscano. En este primer pesebre el fraile quiso utilizar todo el realismo posible para suscitar en los fieles amor y devoción al Señor. El le explicó a Juan, su ayudante en la maravillosa empresa, con estas palabras: “Quisiera ver con mis ojos corporales cómo era estar en un pesebre y dormir sobre el heno entre el buey y el burro”.

San Buenaventura registró algunos detalles de aquella celebración, “Luego preparó un pesebre, y llevó heno, y un buey y un burro al lugar designado. [...] El hombre de Dios [S. Francisco] estaba ante el pesebre, lleno de devoción y de piedad, bañado de lágrimas y de gozo radiante; el Santo Evangelio fue cantado por Francisco, el levita de Cristo. Entonces predicó al pueblo acerca de la natividad del pobre rey; y no siendo capaz de pronunciar su nombre por la ternura de su amor, lo llamó el Niño de Belén”.

La sucesión de varios acontecimientos milagrosos ha confirmado la complacencia del Niño divino hacia esta peculiar manera de contemplar su Encarnación. Desde esta primera Navidad, pasando por los siglos, el pesebre ha inspirado innumerables obras maestras artísticas. En las casas, en las iglesias, en las escuelas e incluso en los edificios civiles existe desde hace tiempo la hermosa tradición de preparar un pesebre para la Navidad. Muchas generaciones - jóvenes y menos jóvenes - han podido visitar ese pesebre de Belén a través de la presencia de un pesebre junto a ellos. Fue San Juan Pablo II quien en 1982 comenzó la tradición de tener un gran belén en el centro de la Plaza de San Pedro y en el interior de la Basílica misma. El Papa explicó también que el belén representa “un signo de fe en Dios, que en Belén vino a habitar entre nosotros” (Papa Juan Pablo II, 12 de diciembre de 2004).

 

Hasta el día de hoy existen muchos tipos de pesebres. Algunos se ambientan tradicionalmente en un establo de Belén, mientras que otros se representan en lugares lejanos como los desiertos de África o las casas napolitanas del siglo XV. El escritor inglés G.K. Chesterton ha reflexionado sobre la diversidad de estos pesebres, concluyendo que la Verdad que muestran es indiferente a su ambientación:

“Es curioso considerar el número y la variedad de las representaciones de la historia de Belén. Ningún hombre que entienda el cristianismo, sin embargo, se quejará de que todas son diferentes la una de la otra y todas diferentes de la verdad, o mejor dicho, del hecho. El punto clave del suceso es precisamente este: el hecho ocurrió en un lugar determinado del mundo humano que, sin embargo, podría haber sido cualquier otro lugar; una columnata al sol en Italia, por ejemplo, o una cabaña inmersa en la nieve de Sussex”. (G.K. Chesterton, El Espíritu de la Navidad)

Las diversas representaciones del belén simbolizan el hecho de que, aunque Cristo nació en Belén hace 2000 años, celebrando la Navidad, nace HOY en nuestra vida y en nuestro corazón dondequiera que nos encontremos en el mundo. En un mundo que a menudo olvida a Cristo, o peor aún, que quiere borrar su memoria, la vista de un pesebre es un recuerdo del hecho de que Él es el Emmanuel - el Dios con nosotros. Como san Francisco, también nosotros, contemplando el pesebre, podemos experimentar el milagro de Belén y alimentar nuestro amor a Dios. Mirando al Niño en la cuna no debemos tener miedo de acercarnos a Él y calentarlo con nuestro amor. En efecto, también nosotros podemos acoger la invitación del Ángel de contemplar la “gran alegría” (Lc 2, 10) que ha entrado en la realidad de nuestra vida cotidiana.